viernes, octubre 05, 2007

LO VIVIDO EN EL PUTUMAYO

Desde Bogotá uno se entera por las noticias que el Putumayo
es territorio de paz.
La guerra, según dicen, hace parte del pasado.
Desde el Putumayo uno piensa en Bogotá
como un lugar que no sabe,
no quiere conocer la realidad.


Putumayo, como la mayor parte de nuestra Colombia, es absolutamente hermoso. Nunca antes había estado allí. De no ser por la caótica y desesperanzadora realidad que se respira en los sitios que visité, hablaría de sus paisajes, de cómo su gente dice “estico”, “cuatrico”, igual que los ecuatorianos. Pero no soy capaz.

Regresé a Bogotá con el alma hecha pedazos. Ahogada por unas lágrimas que ni siquiera pueden salir. Mi visión, absolutamente personal e intrasferible, es que se trata de una región que vive la condena del abandono y la guerra por parejo.

El miedo, casi terror diría, gobierna eso que llaman vida de la gente más humilde, más pobre. Y, lo peor, la mayoría pide ayuda (en palabras) igual que en lo semáforos de Bogotá la gente pide limosna.

Al principio, como solemos hacer todos cuando se nos pregunta por nuestra vida, echan el discurso de su tragedia y demás, tal cual una letanía. Pero luego cuando se establece ese contacto que sólo da el compartir la sed, el calor y el verificar (o sentir) que en uno también está la decisión de “hacer algo” para que las cosas cambien, la gente se salta el discurso y comienza a hablar.

Entonces aparece la guerra. La cotidianidad de la guerra, con armas, uniformes, muertos, heridos y pánico. Esa guerra de camuflado nos lleva a enterarnos que en el primer piso de la escuela donde nos encontramos, vivió durante mucho tiempo la guerrilla, mientras los maestros dictaban clases en el segundo. Que, luego, cuando por fin se fue la guerrilla, entraron los paramilitares a habitar el primer piso y los maestros persistieron en dictar clases a los niños en el segundo piso. Porque ¿qué podían hacer? ¿Cómo dejar a los niños sin estudio?

Así convivieron educación y guerreros hasta que un día los paramilitares, igual que la guerrilla, se fueron. Pero antes de que guerrilla y paramilitares desocuparan el primer piso, la escuela fue atacada. Huellas de balas en las puertas, en las paredes recién resanadas dan cuenta de los que debió ser el combate que soportó la escuela, donde hasta el vestigio de una granada que se incrustó en el piso del comedor de los niños quedó como signo indeleble de la guerra en la escuela.

Claro, no hay quién cuente eso ante una cámara. Y claro, yo les entiendo. Por nada del mundo les insistiría. Sobre todo cuando al cruzar la carretera, a sólo unos diez pasos, está la estructura de la antigua escuela que cayó arrasada en un bombardeo anterior y, frente a ambas, la que subsiste y la que constituye un monumento a lo inhumano del conflicto, pasan y pasan soldados bien pertrechados.

Desde Bogotá uno se entera por las noticias que el Putumayo es territorio de paz. La guerra, según dicen, hace parte del pasado. Desde el Putumayo uno piensa en Bogotá como un lugar que no sabe, no quiere conocer la realidad. Es seguro que el ministro de transporte jamás ha recorrido las cuatro horas de carretera destapada, ahuecada, que separa La Hormiga de Mocoa. Jamás ha soportado los brincos que ni siquiera permiten beber agua de una botella, porque uno no logra atinarle a la boca.

La fatiga es enorme, la tristeza peor. A medida que se avanza en esa infernal carretera, se sabe que en una población por la que cruzamos llamada El Tigre hubo una masacre, como todas las masacres, espantosa. No sé cuánta gente tendieron en el piso de una iglesia y la asesinaron. Por esa época las aguas del río que pasa por ahí cerca se volvieron rojas. Era tal la cantidad de muertos que tiraban al río que la sangre le ganó la contienda al agua y lo dejó “rojito, rojito”.

Hay que parar. Más que para almorzar, por el reclamo de los riñones, la columna que no soportan la brincadera de la carretera. Ahí, en el restaurante donde almorzamos a una velocidad inimaginable, pienso en la verdad de esta guerra sobre la cual mienten quienes dicen que ya concluyó.

Los ojos no me engañan. Durante las cuatro horas de saltos y sobresaltos somos requisados en, por lo menos, cinco retenes. Mis compañeros murmuran irónicos, próximo retén que nos paren decimos que estamos cubriendo la quinta convención de retenes. Ese es quizá el único chiste que se oye en el carro. El único momento en que alguien ríe. El resto del tiempo observamos pasmados, en silencio, como a lado y lado de la carretera aparecen una tras otra y otra y otra casas abandonadas. Una hilera de antiguos hogares donde el viento se estrella y la lluvia hace estragos en los techos, en las ventanas que antes tuvieron vidrios, para constituirse en otro pavoroso testimonio de lo que fue, es, la guerra.


En esos caminos no se ve un alma. Claro, las almas no se ven. Pero deben andar rondando las ricas tierras abandonadas, porque en esos campos debieron quedar enterrados los cuerpos descuartizados, baleados. No veo almas, pero tampoco veo gente. Eso es lo peor. Porque ello me indica que en aquellos lugares nadie quiere o puede vivir y que, en el caso nuestro que querríamos filmar esas filas de casas abandonadas que dicen más que cualquier palabra, lo prudente es no parar, no bajarnos del carro. Seguir sin siquiera filmar desde el carro porque los brincos lo convierten en un imposible.

Otro retén en el que, para variar, no nos paran, un batallón, y por fin unos minutos de carretera pavimentada que nos indica estamos a minutos de Mocoa. El hotel, una cama y todos a dejarnos caer encima de los colchones para que la columna, los riñones, los músculos maltratados se recuperen. Ellos sí, el cuerpo quiero decir, pero y ¿nuestra alma? ¿Qué pasa con ella? ¿Cuándo, cómo podrá recuperarse luego de comprender que no estamos registrando los testimonios de un conflicto (que manera tan suavecita de decirlo) del pasado, si no de una guerra que sigue viva?

No es pasado, es presente y quién sabe hasta cuándo será futuro. La nube de terror que se cierne sobre los más vulnerables habitantes de estas tierras en su presente, se siente por todos lados. Eso lo ratifican las palabras de la gente para quienes lo que pasó, sus muertos, su llanto seco, no es nada comparado con la angustia de lo que puede ocurrir.

La gente, la pobrecita gente del Putumayo me rompió el alma. Es que ellos creen que uno puede ayudarlos en algo. Quieren entender la ley, quieren saber si de verdad pueden acudir a instituciones donde “los papeles se refunden, pero en cambio quedan sabiendo donde está uno”. Quieren saber quién los puede proteger porque “a mi amigo, que también era líder lo mataron hace dos meses”… O porque hace unos días “al otro líder que protegía a la comunidad lo amenazaron y en menos de doce horas le tocó irse…”.

Dicen pacito, en voz muy baja, casi inaudible, que tal o cual funcionario no recibe las denuncias, demora los papeles… y muchas otras cosas.

También quieren saber si es verdad que para que les reparen “toca contratar al abogado que me pidió el 35% de la reparación…”

Yo respondo, casi grito: no, no. Eso no es así. Ustedes no tienen porqué darle nada a nadie, no tienen porque pedir, ustedes están hablando de derechos. DE-RE-CHOS. Pero ellos, humillados y ofendidos por los siglos de los siglos, difícilmente lo entenderán.

Entonces me siento inútil. Trato de convencerme de que probablemente estoy haciendo “algo” para que esa situación cambie, pero no estoy segura.

¿Acaso tengo el poder de erradicar la miseria? ¿De devolver la dignidad?… No lo tengo. Sólo sirvo para escuchar, para comprometerme y, eso sí, cumplir mi palabra de que no mal utilizaré su imagen. Pero ¿qué cambia eso?

¿En qué cambiará su vida eso?… Ellos viven cercados por el miedo. Un miedo que yo sólo sentí durante un ratico y me resultó insoportable. Pese a vivir en uno de los territorios de mayor riqueza natural del país, reunen todas las condiciones para ser aplastados por el terror: son pobres, analfabetas, están amedrentados y están cercados por la guerra.

En cambio yo hoy regresaré a mi casa… sin miedo. Con ganas de llorar, pero sin miedo.

Sé que pueden decirme que hago “algo” por ellos, pero no sé si seré capaz de creerlo. No lo sé…

3 comentarios:

Anónimo dijo...

querida sumercé, me estremeció su relato del Putumayo, visité su blog y quise escribir algo pero me piden un mundo de cosas que yo no sé hacer, le digo que es el blog de una mujer que enfrenta la verdad con valentía, con berraquera, la quiero mucho, amalialú

Anónimo dijo...

tu narración, a pesar de lo larga, describe el fantasma de la guerra , escribes sin que te sobre una palabra, eso que vive este país cada día y cada día mas, rodeados del dolor que tienen "otros", así llegues a tu casa sana y salva, se siente que cada día se acerca mas. Tu narración deja ver un panorama desolador.
Bien, pero que diablos estas haciendo allá ?, te quieres morir un día de estos "lejos de casa"? ¿¿ Ah ???

Anónimo dijo...

Sumercecaramelo vea, este lo lei completico.
Que buena vaina esa guerra inaprhensible y absurda.

Y todas las guerras.

Asi, igualmente, y con la misma persistencia del absurdo,
pero en la concordia del brillo
se la quiere siempre.

elcromagnoncriolloquelabrazafuerte